Las palabras no sirven de nada.
No llegan a dejar ni un poco de esta piel de gallina, del viento frío y el sol tibio que se esconde. Hay dos edificios altos y entre medio de ellos un pasillo naranja que llega hasta acá, la plaza, extinguiéndose lentamente.
Nada puedo decir, no me alcanza el inmenso universo que me rodea para reprodcir, o al menos simular que, este pequeño momento.
(Alguna vez tuve un ángel guardián, frente a la puerta como las esfinges de La Historia Interminable: pregunta acertada o mueres fulminado. Hoy me olvidé de los acertijos y de las esfinges... estoy lejos, en una ciudad que relampaguea y mis ojos se conforman con la gelatina imaginaria. Las calles se inundan... y el río se hace voz de mis ojos.
El agua... se lleva las lágrimas que no derramo cuando las necesito, cuando necesito el dolor, un baño fresco de soledad para reverdecer en un nuevo día, en nuevas dudas, nuevas risas, nuevos soles entre los edificios).
Me ex-presiono en la simultaneidad de la palabra y el pensamiento y sintetizo en un canal la desdicha y la pasión, la curiosidad y el hartazgo. Emociones virtuales en vísperas de la desolación.
Y no me alcanzan. Porque no alcanzan a decir las miles de palabras de este reducido espacio. Y termino en el renglón y no hubo nota al pié.
Quedó finalizado, muerto entre los paréntesis. Pero continúa vacío.
Las palabras no dicen, simplemente dibujan garabatos, se recortan en el cielo del atardecer como ramas de un árbol caduco.
Y en tu cabeza, lector, en tu voz imaginada, se cansaron de ser eco...
sólo queda un escape, un punto de fuga, una salida de emergencia, un frasquito que dice "bébeme" y aunque la llave todavía está en la mesa de cristal podés nadar para salvarte... sólo una posibilidad para éstas letras partidas: llenalas ¡por favor! con tus más bellas experiencias.
A mi no me sirven,
de nada.